miércoles, 16 de septiembre de 2015

El grito


Más allá del niño de la playa

Así como la niña del napalm se convirtió en símbolo de la guerra de Vietnam (1972) y la niña Omaira de la tragedia de Armero (1985) y la niña del buitre de la hambruna de Sudán (1993), así, Aylan Kurdi, el niño de la playa, se acaba de convertir en símbolo de un mundo ajeno. El que gran parte dela humanidad ha venido construyendo desde hace siglos para el disfrute de una minoría que lo maneja y aprovecha como finca de su propiedad.
Vemos una y otra vez las fotos y no nos cambia la vida. Sabemos que cosas iguales o peores a las sucedidas en Vietnam, Sudán, Siria siguen y seguirán pasando, frente a la vista corta de millones de hombres y mujeres que por la razón que sea prefieren mirar para otro lado. (O hacer zancadillas —la reportera húngara es una vergüenza para el oficio— a quienes escapan de un destino infame).
Por indiferencia, impotencia, egoísmo, necesidad…, nos tapamos los ojos para no impresionarnos mucho. Decimos que es el colmo que esas cosas pasen. Nos impactamos, incluso lloramos un poquito y hasta con sinceridad. Pero rápidamente nos sobreponemos. A lo que vinimos, a hacerles seguimiento a las vidas ejemplares que ante las cámaras transcurren, las de las Kardashian por ejemplo. Dan rating a las televisiones, plata a las protagonistas y anestesia a miles de televidentes que entre reality y realidad no detectan diferencia alguna.
La vida es show y los espectadores la miran pasar en coma profundo.
Y tales fotos (Vietnam, Sudán, la playa turca a manera de escape del exterminio en siria) no son ajenas al espectáculo. Le dan la vuelta al mundo, ponen a reflexionar a los gobernantes, encienden tenues luces de esperanza… Ahora sí van a cambiar las cosas… Y a la vuelta de unos días ingresan a los archivos fotográficos de donde apenas saldrán de tanto en tanto para hacer sonrojar a la Historia, si es que un tris de humanismo aún le queda.
No acostumbramos a ir más allá de lo que, de golpe, nos conmueve.
La imagen de AK, acostado en la arena en la posición en la que suelen dormir los bebés, relajado y con la ropa intacta, además de mostrar el cuidado amoroso de sus papás y la delicadeza con la que el mar lo sacó a la orilla, es un llamado de atención —otro más— sobre la barbarie a la que hemos llegado en medio de tanta civilización y sobre los síntomas inequívocos de la enfermedad incurable que caracterizará al siglo XXI: el desplazamiento.
(Según Acnur, cerca de 60 millones de desplazados forzosos había en el planeta a finales de 2014, un triste récord jamás alcanzado antes. De ellos, dos millones estaban a la espera de asilo y 20 millones eran refugiados; el resto, desplazados al interior de sus propios países. Colombia, con los seis millones largos que aporta, ocupa el deshonroso segundo lugar en el ranking mundial. Después de Siria, la tierra que expulsó a Aylan).
¿Cuál es la foto que estamos necesitando para que miremos la viga en el ojo propio en lugar de estar fisgoneando las pajas en los ajenos? (Eso sin detenernos a escudriñar en Urabá, corredor por el que deambulan hacia el Darién, en condiciones infrahumanas, chinos y africanos en busca de la tierra prometida.)
De Aylan, lo más seguro es que no se hubiera sabido nada si la fotógrafa no se hubiera topado con su cuerpo en esa playa. Si acaso, hubiera ocupado un renglón en los listados de aspirantes a refugiados muertos en el intento, elaborados por Acnur. (Hasta el mes de agosto, sin contar sucesos como el del contenedor en Austria, la embarcación de los Kurdi, los transeúntes del Eurotúnel, la cifra que haría reaccionar a una humanidad distinta a la nuestra sobrepasaba los dos mil migrantes desaparecidos.)
Y la comunidad internacional —bruta, ciega y sordomuda; torpe  traste y testaruda, ¿cierto, Shakira?—, impávida. Mientras haya Kardashian que la distraigan…
COPETE DE CREMA: Morir por evitar la muerte es la esencia de lo que está pasando. Es la muestra fehaciente del fracaso de la geopolítica y la geoeconomía. Es la evidencia de que “aldea global” y “ciudadanos del mundo” son conceptos huecos. Es la triste realidad: mientras las naciones y las economías poderosas se aprovechen de la necesidad que tienen de ser explotadas las naciones y las economías desfavorecidas, el mundo seguirá siendo paraíso de explotadores de todas las pelambres: señores de la guerra, monopolios de alimentos, terratenientes internacionales, laboratorios inescrupulosos, traficantes de personas y de lo que sea, etcétera. Un mundo hostil que tiene falseados los cimientos.